Jesús Gómez Serrano (Departamento de Historia/UAA)
El 22 de octubre es una de las fechas favoritas del calendario cívico local. Por desgracia, más que una ocasión para reflexionar con cierta seriedad sobre la efeméride, se ha convertido en un ritual vacío, cuyo momento culmen es la develación en la plaza del “bando solemne” la cédula firmada por el presidente de la audiencia de Guadalajara el 22 de octubre de 1575, mediante la que se sancionó la fundación de la villa de Aguascalientes.
Como tantas otras fiestas cívicas, ésta va poco a poco perdiendo su fuerza y su sentido originales a favor de las manipulaciones de ocasión. Los políticos no pretenden en realidad festejar el cumpleaños de la ciudad de forma inteligente e informada, sino valerse de esta fecha para promoverse y lograr que su imagen aparezca en los noticiarios de televisión y en los periódicos del día siguiente.
Con la famosa cédula del 22 de octubre, que en teoría deberíamos conocer de memoria, por lo menos debido al hecho de que cada año se publica y se usa como pretexto central de los festejos, sucede algo curioso. Algo que recuerda a los libros famosos escritos por los autores clásicos: todo mundo habla de ellos, pero pocos se toman la molestia de leerlos.
Y a todo esto, ¿vale la pena leer con cierto cuidado esa cédula? ¿Dice algo interesante sobre la historia de esta villa, después ciudad? ¿Conserva alguna actualidad ese viejo papel?
Lo primero que habría que decir es que el documento original está perdido desde hace muchísimos años. Lo conocemos gracias a la transcripción que hizo de él Agustín R. González en su “Historia del Estado de Aguascalientes”, que se publicó por primera vez en 1881. En los archivos locales he encontrado muchas referencias al hecho de que, no habiendo copias confiables de la cédula en el cabildo, había que pedir una al cabildo de la vecina villa de Lagos.
En seguida, habría que añadir que esa copia no es completamente fiel, pues González, que no era en realidad un historiador, sino un político al que las circunstancias adversas obligaron a retirarse de la palestra y refugiarse en la redacción de su famosa (pero muy poco leída) historia, no sentía demasiado respeto por los documentos antiguos, y en todo caso no sabía cómo leerlos ni procesarlos. No era su culpa, repito, pues él era un político y no un hombre de letras.
El cambio que hizo González en la cédula del 22 de octubre tiene que ver con el nombre del lugar. Ahora sabemos que a la villa se le impuso originalmente el nombre de “villa de la Ascensión”, pero con el tiempo y gracias al desarrollo del culto mariano se le llamó “villa de la Asunción”. La fuerza de la costumbre terminó imponiendo sus fueros y éste fue el nombre “oficial” del lugar.
La villa no se llamó “Aguascalientes” y en realidad a nadie se le ocurrió sino hasta bien entrado el siglo XVII llamarla de esa manera. Lo que la cédula dice es que se quería fundar una villa “en el sitio y paso que dicen de Aguascalientes”, pero al lugar se le puso el nombre, como ya vimos, de “villa de la Ascensión”. Sólo muchos años después se popularizó el nombre que conserva nuestra ciudad, con la fuerza necesaria para desplazar la denominación oficial.
Lo de “villa” tiene que ver con la jerarquía o la importancia que tuvo en un principio el lugar. No fue ciudad (este título no se le concedió sino hasta 1825 y fue un regalo, por cierto, del Congreso del Estado de Zacatecas), sino simplemente villa, una más de las que se fundaron a lo largo de los caminos que iban al norte, con el fin de proteger a los viajeros y asegurar los envíos de plata.
En la cédula también se dice algo sobre el nombre y la personalidad de los fundadores de la villa. Se supone que fueron doce, como los discípulos de Cristo, y sus nombres han sido puestos con grandes y vistosas letras en el salón de cabildos, e incluso en la llamada “Plaza de los Fundadores”.
Una vez más, se trata de esa compulsión que obliga a los políticos a ajustar la verdad histórica a sus propias necesidades (¿o necedades?) y pretensiones. En realidad, en el documento sólo se leen los nombres de tres de esos fundadores o primeros pobladores de la villa: Juan de Montoro, Jerónimo de la Cueva y Alonso de Alarcón.
Hay que agregar que esos tres promotores de la fundación de Aguascalientes no eran “hidalgos peninsulares” ni caballeros que gozaran de grandes influencias en la audiencia de Guadalajara. En realidad, eran vecinos de la contigua villa de Lagos, gente de mediano pasar que vio en esta nueva fundación la oportunidad de adquirir medios de vida adicionales. Puede suponerse, incluso, que muchos mantuvieron durante años una especie de “doble residencia”, en Lagos y aquí, dependiendo de la época del año y sobre todo de las oportunidades abiertas por la minería y el comercio, que eran en realidad los agentes de la colonización de la región.
A propósito de la relación con Lagos, un lugar al que hoy vemos “por encima del hombro”, conviene aclarar que durante muchos años las cosas fueron exactamente al revés. Los fundadores de Aguascalientes vinieron de Lagos y de Lagos dependió esta villa en todos los órdenes durante el primer medio siglo de su existencia. Sólo a principios del siglo XVII Aguascalientes se desprendió o emancipó de la alcaldía mayor de Lagos para ser ella misma cabecera de una nueva alcaldía y de una parroquia.
Este paso fue importantísimo, pues le permitió al lugar ganar jerarquía y, sobre todo, definir el territorio del que sería capital política, económica y eclesiástica.
Finalmente, hay que aclarar que la fecha del 22 de octubre no se refiere propiamente a la fundación de la villa, sino al momento en que fue firmada la cédula por el presidente de la audiencia de Guadalajara. En la historia de las villas mexicanas y de los pueblos de indios, la fecha importante es aquella en la que, en acatamiento de un mandato oficial, los vecinos se congregaban en el lugar, se repartían entre ellos los primeros solares, se nombraba a las autoridades, se colocaba una campana en el lugar en el que se erigiría la iglesia y se aventaban piedras, se agitaban las aguas y se hacían otros actos que simbolizaban la “toma de posesión” del lugar.
Lo que podemos suponer es que esa ceremonia de fundación tuvo lugar, pero no sabemos exactamente cuándo ni en qué circunstancias. ¿Es eso un síntoma de que la fundación del lugar fue imperfecta desde el punto de vista legal? No necesariamente. Tal vez el problema consiste simplemente en que el acta que debió levantarse con ese motivo se perdió, o en que los primeros fundadores eran tan pobres que no pudieron hacerse acompañar de un escribano.
Todo esto lo dice o lo sugiere la cédula del 22 de octubre de 1575, la cual, con gran despliegue de medios, será el día de hoy fijada en la plaza mayor de la ciudad. No me opongo a la celebración, pero desearía, como aguascalentense y como historiador, que esta y otras ceremonias similares no fueran tan sólo el pretexto para que los políticos exhibieran sus armas, sus pretensiones y, ciertamente, su olímpica ignorancia de la historia.
Vale la pena agregar que conocemos el texto de la cédula de fundación original gracias al Sr. Ignacio Aguirre, un vecino de Lagos, por cierto, quien la publicó en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística en 1871, de donde la tomó Agustín R. González, haciendo los “pequeños” ajustes a los que hemos hecho referencia.
Si las ceremonias cívicas fueran organizadas con una mayor dosis de inteligencia y se atendiera en ellas más el fondo que la forma, se entendería mejor nuestra historia y el cariño que le tenemos a la ciudad dispondría de un fundamento más sólido.